Nunca fui tan admirador de leer
como puede parecer que lo soy, es cierto que cuando paso por una librería me
gusta mirar sus vitrinas, no solo por curiosidad cultural, realmente deseo un
objeto de consumo, cooptado como cualquiera frente lo que considero un
verdadero lujo. Pero no me parece nada muy especial, en cambio, como el
fetichista que soy siempre sentí atracción por las librerías de segunda mano y
en mi ciudad habían muchas. Desde el olor a papel y hojas rancias, hasta el
montículo de revistas antiguas, nunca desdeñe esos templos de reciclaje, en los
que podían convivir en una misma estantería
títulos tan paradigmáticos como disimiles (Una vez encontré una folletinesca versión de
El manifiesto junto a Mi Lucha), pero más allá de la curiosidad, las librerías
de segunda mano guardaban una sensación de "vida" que se transmitía
en sus libros, por supuesto muchas veces termine vendiendo a precios irrisorios
algunos libros de mi colección con los que pensé después no podría vivir.
El libro como objeto, el deleite
por una edición pulcra y estética, no es mi incumbencia, pero supongo que sólo
un libro permite esos gestos con los que parece que uno quiere atrapar cierta
esencia (como cuando pegábamos sus
páginas a nuestra nariz e inspirábamos profundamente), eso no lo puedes hacer
con un PDF. En su tiempo me volvían loco las ediciones de Anagrama, sus
portadas coloridas, hipster, cool. Los libros de Anagrama los hojeaba poco y
los contemplaba mucho, después poco a poco ese estricto orden de coleccionista
me empezó a importar cada vez menos, lo que no hace que valore y sea un gran
fanático de quienes sí consiguen estampar su colección personal a través del
tiempo. Siento fascinación y placer cuando entro a una casa y veo que la
persona que vive allí tiene una colección de libros considerable y variada,
como dirían los raperos de Brooklin RESPECT. Pero ese ya no es mi camino.
La imprenta fue la mayor
revolución del siglo XV posibilitó un verdadero movimiento del conocimiento,
pero también del esparcimiento y el goce, porque muchas veces la historia
olvida que por medio de los libros la gente puede evadirse y no necesariamente
tener que aprender algo. Eso es lo que hacía yo de niño cuando prefería
quedarme solo en un rincón leyendo comics o novelas infantiles, nunca me sentí
obligado a aprender algo sino simplemente cautivado por una experiencia tan
solemne como banal, pero por sobre todo mía.
Recuerdo que en el colegio el día
del libro era un momento que parecía perderse entre la extenuante jornada y las
responsabilidades inocuas. Tengo la impresión de que siempre algo se hacía,
pero por supuesto a nadie le importaba. Recuerdo un día que uno de los
profesores más populares se subió frente a todo el colegio a dar un discurso
sobre el placer de leer, y menciono los textos de moda de ese entonces que eran
básicamente todo lo que Tolkien había escrito, a mí me importaba un bledo
Tolkien, pero su labia fue reveladora y desde ese día me di cuenta que la
experiencia silenciosa de gozar con un libro es un placer muy difícil de
equiparar. En su momento confundí esa idea con la acumulación, al punto de
llegar a tener libros que no leí, pero que me parecieron interesantes por su
portada o título. Respeto el objeto libro, respeto el trabajo de las editoriales,
sobre todo de las independientes quienes intentan entregar con la mayor
sinceridad posible el mensaje de quien escribió lo que te venden, pero la
función de un libro siempre será abrir mundos, sean estos simples opciones al
aburrimiento o un camino a la inspiración.
La última novela que leí se
llamaba “Jeidi” y era de la escritora Isabel Bustos: Narra la historia de una
chica de campo sumamente religiosa que
cree haber sido embarazada por Dios quien corresponde a una voz que le habla en
sus momentos más íntimos. Esta novela la leí en un viaje en auto hacía el sur,
y a ratos era mágico perderse en la autopista llena de curvas y al mismo tiempo
en los capítulos directos de la novela. Viajar un poco, sin timón y en el
delirio.-
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