Mi historia con Parra
no es gran historia, pero tampoco cosa poca, al menos para mí. No fue que me
leyese un libro suyo y dijese “entretenido el señor”, fue un poco más hondo el
puñal de genialidad que su obra provoco en mí. Hubo algún periodo de mi
adolescencia que respiraba a Parra y le intentaba seguir la pista de manera muy
sutil, sin tener gran idea de qué iba todo ese cuenta de la Anti-poesía, surfeando
entre Cortázar, Mike Patton y el oriundo de Chillan. ¿Qué era la antipoesia? acaso
una invención folclórica de un avispado comerciante o tal vez una desesperada
fabulación literaria que buscaba hacerle el gallito a toda la tradición
literaria solemne que reinaba en Chile, tal vez como diría Parra, “Ni lo uno, ni lo otro, sino
todo lo contrario”
Ese
abuelo que todos quisimos tener
Cuando nací, Parra ya
era un anciano, estaba rumbo a los ochenta años y era una leyenda viva.
Curioso, pero en un país anodino y traicionero como lo es Chile, en los noventa
ya le reconocían y hasta le alababan varios
méritos, principalmente en el campo académico de la literatura y las matemáticas,
sin embargo, en lo popular todos lo reconocían mayormente por la apabullante
figura de su hermana Violeta.
El clan de los Parras
son algo así como ese resabio de un Chile pre industrial, campechano y anónimo,
en el que todos podemos reconocernos un poco. Un tiempo en donde las
locomotoras eran el nexo y el nervio obligatorio de la larga franja de tierra
con vista al mar que es el país. Se trataba de un Chile profundamente oligarca
(¿y eso ha cambiado a más de cien años acaso?) y desequilibrado, pero que no
aceitaba tan perfectamente su máquina sistemática burguesa, porque de la tierra
y las hojas brotaron los Parras y uno de ellos, él único que no quiso dedicarse
eternamente a la música pudo pisotear todo lugar común que le venía destinado.
No tanto por salir de la pobreza abyecta en la que se encontraba desde su cuna,
sino más por penetrar en un mundo culto y oscuro en el que – para esos años y
los actuales – no se le permitía la entrada a cualquier pelagato.
Un poco siento que algo
similar le ocurrió a Pedro Lemebel, a Jorge González, a Enrique Lihn y a
Roberto Bolaño, en distintas circunstancias por supuesto. Personajes que son
ruptura dentro de un paisaje carcomido por el clasismo, el racismo y otros
males que han hecho crecer económicamente a Chile. Personajes que entran en la
cultura sin tocar el timbre, sin pedir permiso, sin un aval genético que los
respalde, sin un patrimonio de identidad. Se van creando solos, con los retazos
de lo que van recogiendo para cocer. Parra es eso, un retazo de tantas cosas,
tantos hechos, tantas tramas, tantas jugarretas que a lo largo de los ciento
tres años que llego a cumplir se pierden en la playa de las Cruces.
Me imagino al viejo leyendo
algún tratado sobre economía ecológica, con una lupa gigante, sentado en su
pórtico con un platito lleno de gajos de naranja cuyas fibras se le adhieren a
su chaleco color cargó. Con el cabello enmarañado, quedándose a medio dormir,
interrumpido por unos visitantes -profesores tal vez- que van de paseo por ahí
y lo saludan como si se tratase de una gran atracción turística y el viejo los
observa, los analiza y luego los saluda, los invita a pasar, les convida algo de
tomar y les habla del silencio, del prelenguaje de las guaguas y de la
cibernética ecológica. Nicanor Parra es como ese abuelo de campo que se funde
con el lord de las urbes más cosmopolitas, culto en lo popular y en lo
académico. Ese abuelo que entiendo el juego de los niños que buscan
constantemente su identidad. Ese abuelo que ironiza en su persona sobre la verdad
y la mentira, lo sagrado y lo profano. Ese abuelo que le gusta usar gafas y
entrenar la memoria recordando sonetos, poemas y versos. Ese abuelo que te dirá
cosas irreverentes y que realmente
quiere aprender qué significa vivir para un joven en el mundo de hoy. En fin,
para mi Nicanor Parra es el abuelo que muchxs quisiéramos tener. Lo cierto es
que todos esos abuelos desaparecieron.
Voy
y Vuelvo
Fue en primero medio
que lo conocí bien a fondo, obviamente antes ya me habían obligado a estudiar
algo de Nicanor Parra en el colegio, tarea imposible por donde se le mire. Pero
fue en primero medio, a mis catorce años aproximadamente, cuando me interese concretamente
por la obra de Parra. Obviamente al principio me intimidó, tantos libros, tanto
tema, por dónde empezar. Obviamente algunas cosas no me interesaron en lo más
mínimo, su traducción del “Rey Lear” o la obra “Hojas de Parra” no le di mucho
crédito, en realidad, ningún libro me llegó a interesar mucho porque realmente
sus poemas eran voces que pasaban, algo así como esos escritos que se dejan en
un baño público: Fugaces y geniales. Ponerlos en un libro los aprisionaba un
poco.
Un profesor de Lenguaje
al que estimo mucho porque me abrió la cabeza a muchas cosas en ese momento de
mi vida nos mostró a Parra, nos enseñó el libro “Poemas para mejorar la
calvicie” una rara mezcla de chistes y filosofía de lo práctico. Recién ahí me
enteré que la letra de la canción de Chancho en Piedra “Sinfonía de Cuna” era realmente
un poema de Parra.
Entusiasmado busque
libros de él en la biblioteca del colegio, encontré pocos, básicamente los
libros de manual para entender la antipoesia que poco explicaban el sentido de
esta, explotar las convenciones del lenguaje en actos subversivos codificados,
o algo así. Había muchos escritos y no todos me gustaban, pero los que me
gustaban tenían “chispeza” como se dice hoy en día. Eran un golpe al sentido
común, a las vergüenzas y sobre todo a la humanidad. Parra manejaba el lenguaje
de una forma tan hábil que en su coloquialismo nos hacía libres de solemnidades
payasas. Luego descubrir parte de su obra visual me dejo mucho más excitado
sobre su figura, la que a todas luces lo relacionaba con una especie de Maestro
Roshi.
Lamentablemente a mis
catorce años me sentí muy poca cosa para escribir poesía al modo que Parra lo
hacía y preferí escribir mis primeros versos siguiendo la línea normativa con
la que a uno le enseñan a conocer la lírica: Voces profundas, temas trascendentales,
tormentos de amor, locura bien atada, esperanza, luz versus oscuridad. Y bueno,
todas esas cosas escribí, y de repente me daba por escribir de alguna espinilla
que afeaba mi rostro, del placer de hacer caca, de lo orgásmico que es quedarse
pegado viendo un punto en medio de la nada, de lo mucho que amaba que un
desconocido me rozara la espalda sin querer. Pero no escribí nada de eso hasta
mucho después. Yo sentía que sólo Parra podía darse el lujo de poner el mundo
patas para arriba y que le aplaudan.
El tiempo pasó, conocí
otros autores, otras cosas, pero Parra siempre estuvo allí como de refilón a
todo lo nuevo que aprendía, como si fuese indirectamente un filtro de calidad.
De vez en cuando me encontraba su nombre en lugares insólitos como en la
revista Cara, en el horrible diario Las últimas noticias o en un comercial de televisión. Recuerdo que el The Clinic sacó un especial de Parra, compre ese
pasquín con mucha expectativa, y creo que recién ahí pude entender algo de lo
que significaba mundialmente su figura, que hasta entonces yo asimilaba que era
puramente local.
Conocer más a fondo a
Parra como icono pop me hizo verlo ya no solamente como un conjunto de poemas
sueltos de inmensa genialidad y vigor, ahora era una persona, un mortal a fin
de cuentas, alguien que hablo parcialmente bien de Pinochet en algún momento, que tomo té con la esposa de Nixón, que tuvo terribles encuentros y desencuentros con Neruda por cosas de mero ego artístico. Que no confiaba en la izquierda, en el
comunismo, que prefería ensimismarse a veces de la contingencia, que sentía
fuertes lazos con las etnias y con la naturaleza. Un hombre que fue
autoritario, y no me cabe la duda que machista en muchas ocasiones. Y
sí, tal vez podemos decir que fue un hombre de otra época, una en donde nadie
se escandalizaba tanto si las mujeres eran tratadas como carne en oferta, y
Parra, lamentablemente no es ajeno a aquellas vicisitudes, a pesar de
identificarse como alguien ingenuo frente a la seducción femenina.
De todas formas siempre
tuve presente a Parra, y cada genialidad de Parra intente acariciarla de alguna
forma u otra, a veces cayendo en el mal gusto de la réplica, del calco, de la
imitación sin medida, traicionando las propias sentencias del poeta “Robar está
permitido siempre que sea con asesinato”. Recuerdo un día en el salón de clases
que me puse a escribir el padre nuestro en el pizarrón (mi colegio era
católico) y por supuesto intente subrayar de manera vertical las palabras
TOMECOCACOLA. A la mayoría de mis compañeros les causo gracia, aunque no
captaron a quien estaba homenajeando/robando. Otro momento Parriano en mi vida,
mucha más honesto y directo fue varios años después, mientras veía por youtube
aquel programa noventero llamado “El show de los libros” conducido por el
escritor Antonio Skármeta, se trataba de un capítulo especial dedicado a Parra,
en donde él en un momento entrega su número telefónico a la audiencia. En ese
momento estaba solo en mi casa, con muchas ideas perdidas en mi mente y con
ganas de que un rayo de creatividad o al menos de ímpetu me atravesase,
entonces pensé “¿Y si lo llamo?” disque el número en el teléfono de la casa,
temblé de emoción cuando se empezó a escuchar un frío tono de espera que
anhelaba morir a cada instante, rápidamente el nervio me cubrió el plexo solar.
¿Me contestaría alguien?, mi osadía no dio para más cuando efectivamente una
voz suave y femenina dijo “Aló” desde la otra línea. Yo no tenía razones para
decir nada realmente, y es que no esperaba que mi jugarreta tuviese efecto,
pero ahí estaba con el fantasma de una voz que me contestaba, colgué de
inmediato. Quizás ese fue el momento de mi vida más cercano que estuve de
entablar un cruce (meta) físico con Parra, y lo desaproveche porque no me
sentía listo para dar la cara, igual, a lo mejor el número simplemente era de
otra persona, pero en fin.
Lo último que intente
hacer ocupando la buena figura del antipoeta fue durante mi primer año
estudiando pedagogía en español en la Universidad de Concepción. Con un
compañero habíamos leído la autobiografía de Jodorowsky “Danza de espadas” en
donde cuenta sus hazañas poéticas junto a Enrique Lihn y su encuentro con Parra
que devino en una creatividad surrealista sin cuartel. Alienados por las hazañas
del psicomago quisimos emular una de sus performance en donde él y Enrique Lihn
anunciaban por varias calles de Santiago la llegada de un gran guru en un punto
determinado de la ciudad y a una hora determinada del día. La cosa es que
cuando llegó el momento, los pocos incautos que acudieron a ese lugar se
encontraron con un disfrazado Enrique Lihn diciendo frases al azar. Toda una
jugarreta poética.
Nosotros teníamos una
idea parecida, pero no igual. Queríamos poner carteles en varias partes de la
universidad anunciado una visita de Nicanor Parra a la facultad de humanidades
en donde se anunciaba que efectuaría su retiro de las letras. Recuerdo que un
amigo que era diseñador gráfico me hizo un flyer con la conocida foto de Parra
tapándose el rostro y con un mensaje que decía “Parra deja las letras. Parra
que no me olvides” La cosa es que queríamos citar a gente a un lugar
determinado, a una hora determinada, pero cuando llegarán sólo encontrarían la
cruz del “Voy y Vuelvo” y a nosotros disfrazados de bufones. No parece una mala
idea, de seguro muchos hubiesen caído en ella. Pero la verdad sea dicha, la
flojera, la vergüenza, la vida estudiantil basada en el alcohol y sobre todo la
dejadez adolecente nos impidieron si quiera avanzar más de dos pasos en la
tarea. Al final la idea nació muerta y quizás yo hubiese seguido haciéndolo
sólo, me hubiese dado la paja de hacerlo, pero sentía que no estaba listo para
profanar a Parra. El creer que nunca se esta listo te hace perder los momentos
indicados, y es que realmente nunca estamos listos para nada hasta que lo
hacemos.
Por último, desde que
murió Parra me gusta pensar una bobería reconfortante, una que sería el final
perfecto para una película de Kusturika sobre los hermanos Parra: Imagino a
Parra despertando en el campo, caminando impulsado por una música de guitarras
y cantos que lo guían hasta la fonda de su hermana que lo recibe con cariñosas
groserías “Buta que te demoraste, viejo e mierda” y ahí se reencuentran los
ocho hermanos. Y brindan, y charlan, y se pelean. Pero al final se abrazan y de
ahí en adelante, sepa moya quién paga la cuenta.-
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